Al tomar en mis manos la urna con las cenizas de mi padre, me sorprendió su temperatura. Al tacto, se notaba aún algo caliente. Tibia, como si la ya “no-persona” contenida en su interior se negara a desprenderse de su alma térmica.
Habían sido cinco días de desbocados acontecimientos y sensaciones. El sobresalto de una llamada a las 4 de la madrugada… La búsqueda apresurada de un vuelo desde Dublín… El temor a un imprevisto reencuentro con el pasado… Pero, sobre todo, después de mi larga ausencia y antes de que la suya se hiciera permanente, ese cruel muro de coma inducido, arrebatando toda posibilidad de obtener perdón o de ofrecer explicaciones.
Me hubiera gustado reconciliar nuestras posiciones y compartir nuestras emociones. Habría querido contarle que yo ya no era esa misma adolescente que se fugó de casa. Que yo había crecido, que había madurado y envejecido, pues ahora incluso mi edad superaba a la de ese padre que por aquel entonces me vio marchar.
Habría querido decir y escuchar muchas cosas, pero el orgullo y la obstinación mutua nos había privado a ambos de esa oportunidad.
En su lugar, mientras acomodaba la urna en el pequeño nicho, junto al ánfora de mi madre, tuvo que ser mi propia memoria (o tal vez mi imaginación) la que trajera de regreso su voz para susurrarme:
“Lo siento, mi niña. Pude confundir la sinceridad con la verdad, pero es legítimo ser sincero y estar equivocado. Quise que atendieras y valoraras mis consejos, pero nunca pretendí que los acataras como órdenes. Y has de saber que, pese a todo, me sentí orgulloso de que hicieras de tu vida un producto de tus propias conclusiones.”
Sellaron la placa del columbario. Y nunca volvió a hablar.