La lluvia caía inclemente, sin importarle que sus gotas se mezclasen con las lágrimas de los presentes. Su compás acompañaba al sonido del metal de los fusiles, cuyos sutiles sonidos anticipaban presagios fatales. Al fondo, un cielo color ceniza se antojaba como una cruel burla al destino del infeliz de Antonio, el padre de la pequeña Victoria. Aunque en teoría no debía estar allí, la niña observaba la escena, oculta entre matorrales.
Una terrible punzada se clavaba en el estómago de la pequeña, la que siempre sentía cuando un mal presagio iba a hacerse realidad. Mientras tanto, en su mente se repetía el mismo recuerdo en un bucle infinito. Cuando don Herminio, su profesor, la citó en su despacho y le preguntó por la bajada de sus notas. Cómo su semblante serio le erizaba el alma y le tensaba cada músculo de su cuerpo. Cuando, con ojos astutos, le preguntó por su padre. Que era curioso el tiempo que hacía que estaba ausente del pueblo. Que le contase la última vez que le había visto, que contar mentiras es pecado, que el infierno es el horror que le tocaría vivir durante toda la eternidad si mentía. Hasta que, atemorizada, cedió. Y pronunció las palabras que la atormentarían el resto de su vida: “Papá vive en el sótano desde hace unos meses”.
Estaba absorta de nuevo en este pensamiento cuando sintió el trueno que destrozó su corazón y su vida para siempre. Sus ojos vieron que su padre ya no era Antonio, sino una imagen tan espantosa que le desgarró el alma. Aquel día, comprendió que no sólo las balas matan, también las palabras. Así que se hizo una promesa a sí misma…. Y nunca volvió a hablar.