Hace poco, precisamente en este barrio, había un muchacho que apenas hablaba. Quería ser escuchado, pero nadie le hacía caso. Por eso, poco a poco, se fue callando hasta sentirse casi invisible.
Un buen día, enfurecido con el mundo, cargó su rabia con quien menos culpa tenía: un pobre mendigo. Pensaba que, como nadie le veía, nada le pasaría, así que se le ocurrió usar como diana la cara de aquel hombre, que se ocultaba del frío bajo un viejo cartón. Encontró una lampara de aceite junto un contenedor de basura. La cogió. Se colocó a una distancia prudencial, y la lanzó. La lámpara impactó en la nariz del mendigo, que se levantó de un salto. Los ojos del hombre, rojos como brasas, se clavaron en el muchacho.
“¡Muchas gracias por despertarme!”, exclamó. “Años llevaba dormido, aquí, sin poder despertarme por mí mismo. ¡Al fin alguien se ha dignado a acercarse! Como agradecimiento, te concederé un deseo”.
El muchacho contestó como un resorte. “Deseo que todos me hagan caso”.
“Dicho y hecho”, susurró el mendigo. Entonces, chasqueó los dedos y desapareció.
A partir de ese momento, las palabras que salían por la boca de aquel chico, eran escuchadas con una atención sin igual. Se introducían en las mentes de los que las oían, para nunca jamás salir. Eran consideradas la verdad absoluta, órdenes imposibles de desobedecer. No tardó en convertirse en la única autoridad de la humanidad. Cada vez que abría la boca, fanatizaba a millones. Así que, impactado por un horizonte embrutecido, volvió en busca del mendigo. Le encontró en el mismo lugar que la primera vez. Le despertó de igual manera. Esta vez el viejo exclamó: “¡Maldito seas, me estaba echando la siesta!”.
“Quiero que todo vuelva a ser como antes”, suplicó el muchacho. Y nunca volvió a hablar.