Todo comenzó el día que la llamó varias veces por teléfono, necesitaba charlar un rato con ella comentarle un problema. Ella no respondió. Por la noche estuvo a punto de volver a llamarla, pero antes de pulsar la tecla en su móvil, comprobó que su amiga tuviera el teléfono operático y ver si estaba disponible. Miró su Wats App . Su amiga estaba en línea. Buen momento para llamarla, pensó. Seleccionó el número y pulsó. Esperaba respuesta tras el primer tono. Aguantó hasta que sonó cinco veces. No contestó a ninguno. No lo coge,¡ con el móvil en la mano!- se dijo en voz alta- será cabrona…
Comenzó el desasosiego, la inquietud y la irritación. Incapaz de dejar de rumiar, pensamientos de plomo la atacaban como perdigones, a cual más punzante. ¿Pero, qué le he hecho? Repasaba situaciones recientemente vividas por ambas. Buscó culpas e ideó disculpas. ¿Cómo se puede enfadar de un día para otro? No puede ser. Si solo discutimos el lunes, han pasado cuatro días y fue una gilipollez. Si nos despedimos como siempre. Ese fue el mantra de la noche.
Durmió apenas unas horas, suficientes para despejar la mente y tomar la necesaria decisión de mirar el Wats App y escribirle para solucionar el drama vivido desde la mañana anterior.
– ¿Hola, qué tal?- Probó para tantear el terreno-
En ocho segundos pudo leer la respuesta.
– Fenomenal, aquí desayunando. ¿Y tú? ¿preparándote para el trabajo?
Perpleja por la rapidez de la contestación, decidió llamarla por teléfono de inmediato para aclarar cuanto antes lo sucedido. Dejó que el teléfono sonara, esperó cinco tonos. Inflamada de rabia, comprobó si aún permanecía en línea. Lo estaba. En ese instante determinó que con ella nunca más volvería a hablar.