Y no tenía razón, y se lo dijo. De forma educada, claro, tanto como pudo, como siempre en horas de trabajo. No diciéndole “cállate un mes, retrasado”, si no llevándole la contraria al mismo tiempo que le daba la razón:
– Sí, mucha gente me dice lo mismo; mi experiencia es otra…
Lo dejó ahí, no quería definirse a sí misma como un ser humano incapaz de hacer amigos. Quizá diciéndolo en voz alta lo convirtiera en su culpa, cuando Carolina no tenía sensación de que lo fuera. Su culpa. Era esta maldita ciudad. Odiaba Madrid. Y todo el mundo empeñado en decirle que en Madrid se hacían amigos desde el primer día, que en Madrid siempre se encontraba gente para hacer cualquier cosa, que todos los inmigrantes en Madrid, desde el día cero, tenían grupos con los que salir por ahí.
Y una mierda, pensó, y una mierda desde el día cero.
Carolina llevaba ya seis meses en Madrid, con el nuevo trabajo, y no conocía a nadie. Medio año, que se dice pronto. ¿Dónde estaba toda esa gente que se suponía le haría compañía? ¿En qué quedaban todos aquellos consejos del tipo “mejor Madrid que Barcelona, en Barcelona es super-difícil conocer gente, en Madrid enseguida te haces tu grupillo”? Ni puta idea tenían, todos los que se atrevían a decir cosas así. Carolina no sólo no tenía amigos, además no le parecía que cayeran del cierlo ni le parecía fácil encontrarlos, y salvo alguna caña después del curro con los compañeros, su vida social tendía a cero.
El valor matemático de la nada, y de la mierda.
Así veía su vida en Madrid Carolina: como una mierda. Cada mañana al sonar el despertador se arrepentía de haber dejado Bilbao, al que tanto quería, y haberse venido. Y no era ella, no, no era su culpa, era esta mierda de ciudad y este puto curro. Y ya. Vale que no fuera la chica más simpática del mundo, y vale que sus habilidades sociales no fueran perfectas, pero nunca le había costado conocer gente, antes.
Carlos, su compañero de mesa en el trabajo, no paraba de decirle que si no tenía amigos es porque no quería. Era majo, así que no le dijo “cállate un mes, retrasado”, si no que le expuso su realidad tan suavemente como pudo:
– Jo, pues yo no lo veo tan fácil.
El problema era que Carlos, como otros muchos en su nuevo entorno, estaba casado y tenía dos hijos. Y su grupo de amigos de la universidad. Y su grupo de amigos de la infancia, del colegio. Y su grupo de amigos del barrio donde creció. Y a su familia, la extendida. Y a sus amigos de… Joder, claro que a él le parecía fácil. A él y a todos.
No es que Carolina necesitara mucha gente, nunca se había considerado una persona muy necesitada de afecto ni de contacto humano. Pero lo cierto es que los meses en Madrid pesaban, y cada día se sentía más sola. De una forma primero discreta, disimulada, vagabunda, le embargó durante los primeros meses una leve sensación de desolación agazapada, como de desgana encubierta, como de tristeza latente, que prefirió ignorar. Pero los meses siguientes no pudo negárselo más a sí misma, cuando creció la sensación de no encajar, y tuvo que reconocer, a ella y a Nerea, su mejor amiga en Bilbao con la que hablaba por Skype de vez en cuando, que no era feliz.
No era feliz en Madrid.
Vale que quizá no hubiera venido en el mejor momento de su vida, porque lo que le había parecido una idea magnífica, cambiar de aires tras su ruptura con Aitor, e iniciar una nueva andadura vital desde cero, no le había salido bien. Ese cero no era un cero de nuevo comienzo, era un cero que simbolizaba la nada, y la mierda. Se notaba amargada a sí misma. En parte por la ruptura, sí, que arrastraba tras de sí. Habían sido ocho años con él. Pero también por algo más que no sabía explicar y que terminó por explicarse, un poco a regañadientes, como quien no quiere aceptar una verdad incluso cuando reconoce que es verdad: se sentía sola. Sin familia ni amigos, echaba de menos a Aitor más de lo normal, más de lo que le hubiera echado de menos estando en Bilbao, y lo que sin duda era una decisión correcta, dejarle -su relación estaba muerta desde hacía mucho tiempo ya-, desde Madrid parecía un error.
Se arrebujó sola bajo las mantas en la habitación de su piso compartido, una habitación de mierda en un piso de mierda por la que pagaba un pastizal, una pequeña fortuna que era un buen porcentaje de su sueldo, tirado a la basura todos los meses por el alquiler de una habitación diminuta que no le gustaba, con compañeros de piso insoportables con los que no se llevaba bien. Quiso estar muerta, bajo las sábanas. Morirse y no despertar jamás. No había nada bueno en Madrid.
Se quedó dormida mirando el navegador del móvil, buscando en Google “cosas que hacer en Madrid cuando no estás muerta”, viendo artículos plagados de fotos de personas sonriendo y pasándolo bien haciendo sabe Dios qué actividades cutres, leyendo sobre gente feliz en un mundo feliz en una ciudad de mierda.
***
Tomó el autobús corriendo, como de costumbre para las tertulias. Los sábados y domingos le costaba salir de casa y por eso solía llegar tarde, pero nunca se arrepentía una vez que estaba allí, charlando sobre el libro. Le gustaban los autobuses de Madrid, tan limpios, y la tarjeta de transporte magnética con la que no le hacía falta llevar monedas. Se sentó al lado de una mujer de unos cincuenta años, que le comentó como si tal cosa que habían cambiado la ruta y ahora el autobús tardaba un poco más porque hacía parada también en no sé qué calle, y aunque lo decía en tono quejoso, Carolina apuntó que seguro que había mucha gente a la que le venía bien, y que en realidad cinco minutos no es nada, a lo que la mujer no pudo más que asentir.
Llegó a la Residencia de Estudiantes cansada, pero contenta de estar allí. Saludó al vigilante de la puerta, al que preguntó “cómo va el día”. Le respondió que bien, pero que había habido un evento el día anterior, un concierto o algo así, y había sido una locura, con tanta gente, y que al menos hoy hacía buen día, y que eso estaba bien porque hoy “sólo venís los del club del libro”. Carolina no pudo menos que asentir, como había hecho la mujer del autobús por otro motivo, pero sonriendo más. El club del libro estaba bien.
Le dijo “hola” al grupo, ya formado porque ella llegaba tarde. Estaba Irina, la mujer rusa que siempre llevaba guantes, que le caía simpática. No había sitio a su lado así que después de dar dos besos a Milagros y a Daniel Sierra, que ya tenía una lata de cerveza vacía en la mesa y otra llena en la mano, encontró sitio a la izquierda de Lucas, el pijo-pero-majo chico de su edad con el que coincidía a veces, aunque tenían distintos gustos literarios. Le dio dos besos, genuinamente contenta de estar allí. Lucas le recordaba al chico del grupo de baile que le había ensañado a hacer chassés la primera vez que había ido a bailar. Se recordó a sí misma volver a quedar con esa gente, a los que tenía muy abandonados últimamente. Entre los compañeros de trabajo con los que a veces salía, la gente del bar al que solía ir, los tertulianos del club de lectura y las comidas a las que iba a veces con un grupo gastronómico que había encontrado, casi no le quedaba tiempo para bailar ya, aunque le gustaba la gente del baile y en el grupo de Whatsapp siempre se organizaban quedadas.
Pero ahora estaba en la tertulia literaria, su actividad preferida en Madrid. Era increíble lo que le gustaba aquella ciudad a Carolina; había tanto que hacer, la gente era tan maja. Y de entre todos los grupos, el del club de lectura era el mejor. Siempre le había gustado leer, pero desde que sabía que, cada semana, tenía un libro nuevo que devorar y un montón de gente con quien compartir sus impresiones, leer le gustaba todavía más.
La charla, aquel día, fue especialmente interesante. Había quien contaba anécdotas personales para ejemplificar su opinión sobre pasajes del libro, y había quien trataba de politizar el debate, y había quien trataba de lanzar chascarrillos para hacer reír al grupo, y no fallaba Daniel Sierra diciendo tonterías porque no se había leído el libro -no se lo leía nunca-, y aquel día Cristina Verbena, con su vestido de lunares que tanto le gustaba, intercalaba comentarios de corte feminista que a más de uno dejaron callado, y que Carolina apreció en su justo valor. La lectura de esa semana, “La Plaza del Diamante” de Rodoreda, lo merecía. Lucas, a su lado, hablaba con mucha claridad dirigiéndose al grupo.
Al terminar el debate Lucas le preguntó, como distraído, si era del norte.
– De Bilbao -le respondió-, pero llevo ya un año en Madrid, y es como si hubiera vivido aquí siempre. No sé qué tiene esta ciudad, pero me gusta.
– Me tiene a mí -respondió-. ¿Te gusta por eso, no?
Carolina le miró fijamente, con una sonrisa leve, sin saber qué decir. Apenas conocía a aquel chico. Aunque siempre le había caído bien en las reuniones del club y le resultaba moderadamente atractivo, a Carolina no se le daba bien tontear. Nunca sabía cómo flirtear con desconocidos pero allí, en la sala de la Residencia de Estudiantes que usaban para las tertulias, se sentía cómoda.
– Quizá -dijo, sin dejar de mirarle-. O a lo mejor es sólo que me gustan los libros.
– Bueno, dame tu número y lo averigüamos -le respondió él-. Te paso por Whatsapp un par de títulos que merecen la pena.
Carolina lo hizo, levemente azorada, sabiendo por qué le había pedido el teléfono y lo que implicaba dárselo, mientras pensaba en lo feliz que era en Madrid, en lo fácil que era conocer gente. Recordó una noche de invierno, sola en su habitación del anterior piso que había cambiado por uno mejor y más barato, en la que había buscado actividades para hacer en la ciudad y había encontrado un club del libro llamado Ciervo Blanco cuyas actividades eran gratuitas. Pensó en cómo aquel descubrimiento había cambiado su vida, y en cómo los fines de semana contenían ahora un aliciente único en forma de tertulias literarias. Como un disparador que catalizara sus ganas de vivir, pertenecer al club y pasárselo bien en los encuentros le había animado también a hacer otras actividades, como los bailes de salón y las comidas gastronómicas, hasta el punto de acordarse pocas veces ya de Bilbao.
Días después, con una punzada de remordimiento por estar perdiendo el contacto, le envió un mensaje a Nerea, quien otrora fuera su mejor amiga, obligándose a borrar signos de admiración, diciendo “Voy al teatro el sábado con un chico que he conocido en las tertulias, no voy a poder hablar. ¿Skypeamos el domingo mejor?”. Le llegó la respuesta de Nerea cinco minutos después, con un escueto:
– Lo que te faltaba, un chico; ya seguro que no vuelves. Domingo OK.