En mi niñez, cuando este planeta no se había convertido aún en la máquina global que es hoy, dedicaba horas a la industria de los aviones de papel. Entonces, con unos doce años, estaba tan enamorado de mi maestra que sólo para que me reprendiera, entre el enfado y la dulzura, construía los más disparatados. Eran sosos como pavesas e ineficientes como burócratas.
En nuestra pequeña escuela en Illinois, la señorita Tránsito Dawson contra todo pronóstico supo ver en mi un ingeniero y piloto en ciernes, y, lejos de desalentarme de tarea tan poco académica, la encauzó.
Les cuento esto para que entiendan que cuando copilotaba el Enola Gay yo sólo volaba. No me sentí en ningún modo responsable de lo que dejé caer. Aquella mañana yo sólo miraba al frente, hacia el sol, pero el resplandor de la explosión vino de detrás.
Después recibí muchas condecoraciones.
Desde entonces para mi dejó de existir la noche. La intensidad de la luz de la explosión de aquel día de agosto era tan abrasadora que nunca he vuelto a tener la oscuridad necesaria para dormir.
Ahora los aviones vuelan rápido y si se hace la combinación adecuada (Madrid-NY-LA-Hong Kong-Nueva Delhi-Riad-Madrid) se puede perseguir el sol indefinidamente, de modo que todo el tiempo sea de día. Por eso llevo los últimos años de mi vida volando hacia el oeste, persiguiendo al sol. Diciéndome que no puedo dormir por esa luz. Trato de engañarme. Con la luz solar intento tapar la luz abrasadora de la bomba atómica que lancé hace más de cincuenta años y que es lo que me impide dormir.
Creo que la señorita Dawson nunca se lo pudo perdonar y yo necesito la noche parar soñar con mi maestra muerta (Tránsito) y pedirle perdón.