Me preguntó qué era. No quién, sino qué. No me ofendí, el chaval sólo tendría unos cinco años y mucha curiosidad. Yo acababa de empezar la terapia hormonal por aquél entonces, aunque ya me vestía como mujer cuando me sentía lo suficientemente fuerte. Era un periodo de transición para mí, donde perdía fácilmente la paciencia con quienes no entendían, con quienes me juzgaban. Pero ni siquiera en pleno tránsito hormonal podía ser borde con un criajo de cinco años al que llamaba la atención, con mi pelo largo y tacones pero cuerpo de hombre.

–  Soy una persona -le dije. Y lo miré fijamente al añadir:-. Como tú.
La empatía es, a veces, algo que se aprende. Nos da igual lo que les pase a otros, su sufrimiento, hasta que lo tenemos cerca, hasta que nos toca.

–  Una persona como tú -repetí-. Me llamo Wanda.
El niño no me respondió con su nombre sino que salió corriendo, jugando entre los carritos de la compra hasta llegar a sus padres. Quizá conservadores. Quizá el niño me odiaría de mayor. Quizá votara para que me prohibieran, para que no tuviera derechos, para que mi existencia fuera más dura y difícil de lo que ya lo era de por sí. O, quizá, ojalá, el niño lucharía por mí, por nosotros, de mayor. Tal vez me le encontrara, en veinte años, enarbolando una bandera trans en una manifestación por la inclusividad de todos.

Quién sabe. Ojalá hubiera podido explicarle que mi futuro, y el de quienes son como yo, estaba en sus manos. Ojalá hubiera podido explicarle que yo era una chica aunque para muchos fuera un chico, y que no importaba lo que fuéramos, lo importante era ser buena gente.

–  Y quizá en esa última frase -me dije a mí misma en voz alta-, es donde algunos pierden el norte.

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *