Han pasado tres días pero me duele el abdomen. Me revuelvo en el asiento, porque de repente, he perdido peso, porque ya no sé cómo era habitar yo sola mi cuerpo y he perdido la habilidad para doblarme. Nadie sabe lo que he hecho y nunca nadie lo sabrá.
La azafata, rubia y alta, lleva un bolso como el de mi madre y me recuerda el crimen, el primero, porque el segundo aún no tengo claro lo que es. De aquel bolso azulado robé las 20.000 pesetas que me permitieron no acunarte nunca. La primera lágrima se asoma, pero he sellado un pacto con los párpados y las pestañas, y me han jurado hacer malabares, si hace falta, para no inundarme y deshacerme en la sal del sollozo.
El avión despega y me acaricio el vientre en un autoreflejo inútil y cruel. Londres aún no tenía luces de navidad a principios de diciembre de 1976. El retazo de papel con la dirección me arde en el bolsillo de los vaqueros, pero no quiero tirarlo. Me da miedo olvidarme de aquella lúgubre calle, del camino sin luces, del edificio de las arrepentidas, de las mujeres que no compraríamos cunas ni chupetes.
Tras la operación, la enfermera que no sabía español, tan solo pudo despertar a la chica de al lado, de acento andaluz y ojos castaños para que desde su camilla pronunciara algún intento de consuelo.
Espero a que acaben las turbulencias y me levanto para ir al baño, con la delicadeza de la que aún lleva un tesoro en su vientre. Me siento sobre el inodoro. Entonces, los párpados se encharcan y en cuestión de segundos, la profundidad del dolor rompe nuestro pacto.
– Perdóname, cariño. Perdóname, por favor.
La culpa se me acumula en el pecho, en la garganta, en las cuerdas vocales, se me parte la voz.
– Aún soy una niña. No sé cantar nanas, no son fuertes mis brazos para sostenerte, no me alcanza la valentía para traerte a mi vida.
Y una vez más, en aquel servicio, susurré, <<perdóname>>.